Tendencias globales 2025

Una año más, el evento Controller Centricity (8ª edición), celebrado el pasado 10 de octubre, tuvo la gentileza de invitarme para abrir la jornada reflexionando brevemente sobre las tendencias globales que están configurando el mundo actual.

Pueden ver en esta noticia lo más destacado de mi ponencia:

El pensamiento crítico y la creatividad son fundamentales para gestionar el entorno actual

Lo de Biden

Acabo de visionar de nuevo el primer debate presidencial entre Guatemalo y Guatepeor, quiero decir, entre Trump y Biden, un espectáculo bochornoso que desmerece todo lo que una gran democracia como la norteamericana debería ofrecer a sus ciudadanos. El debate ha sido un desastre sin paliativos para Biden; no hay crónica periodística (lean la de Pablo Suanzes) que no destaque la actitud laxa y balbuceante del candidato demócrata, disperso e incapaz de rebatir la interminable sarta de mentiras, morcillas sentenciosas y sandeces varias pronunciadas por un Trump mucho más enérgico, entero y mordaz. De hecho, Donaldo apenas tuvo que esforzarse: el presidente vino noqueado de casa.

Ahora todos hablan del pánico del Partido Demócrata ante la debilidad manifiesta de su candidato. Ahora todo es zozobra, cuando ya desde hace meses resultaba evidente el declive físico y cognitivo de un hombre que, antes que nada, merece descanso, respeto y un retiro digno, algo a lo que parece haberse negado, ya sea por voluntad propia o interpuesta. Y es precisamente en este punto donde quiero detenerme.

No es la primera vez que vemos un líder desvariar por diversos motivos (autoritarismo, incompetencia, declive físico o cognitivo…) sin que toda su corte de acompañantes reconduzca la situación. Es más, suele ocurrir lo opuesto: esa corte lo aleja cada vez más de la cruda realidad, protegiéndolo de toda crítica o posibilidad de autorreconocimiento, realimentando así su desatino.

Este fenómeno, lejos de ser una rareza, parece casi un componente estructural de muchos sistemas de poder. La dinámica de la adulación y la servidumbre voluntaria se instala de tal manera que cualquier voz disidente es rápidamente silenciada, no sólo por el líder mismo, sino por quienes lo rodean y se benefician de su permanencia en el poder. En estas circunstancias, la distorsión de la realidad y la creación de narrativas alternativas permiten mantener una ilusión de control y competencia, aun cuando los hechos demuestran lo contrario, como está ocurriendo con Biden. Incluso después de la debacle del jueves, el núcleo duro del corifeo presidencial sigue negando la mayor. Obama incluido.

Este síndrome de torre de cristal es una aflicción tan antigua como las mismas civilizaciones. Perdido en un intrincado laberinto de espejos, el líder, atrapado en su propia imagen, pierde el contacto con la realidad y queda confinado en un palacio de ilusiones. Es un mal que no discrimina; ha afectado por igual a emperadores y presidentes, a directivos y a líderes sociales o religiosos. Las consecuencias son devastadoras. La falta de autocrítica y la incapacidad para reconocer errores impiden cualquier tipo de mejora o corrección de rumbo. Los fallos se acumulan y se perpetúan, llevando a sociedades o organizaciones enteras hacia crisis perfectamente evitables.

La responsabilidad, por supuesto, no sólo recae en el líder. Los consejeros y acólitos se convierten en cómplices necesarios del desvarío, por miedo, conveniencia o ignorancia; su supervivencia depende de la perpetuación de la burbuja. La verdad, sin embargo, es obstinada. Aunque se intente ocultar, distorsionar o negar, siempre encuentra una grieta por donde filtrarse. Pero para el líder, esa verdad es un espectro lejano, una sombra que merodea en los márgenes de su conciencia, incapaz de penetrar la coraza de complacencia y autoengaño que se ha construido a su alrededor.

Desgraciadamente, muy pocos tienen un Gandalf para romper ese hechizo maligno y hacerles regresar a la cordura.

 

Limpiar escaleras

Las redes sociales, cuando se trata de enterrar la verdad en el barro de la confusión, son como una de esas DANAS que regularmente afectan a España: arrancan con masas opuestas de ciudadanos chocando por alguna cuestión anecdótica alrededor de un tema clave, dando lugar a violentas tormentas y riadas que se llevan por delante cualquier atisbo de debate sensato a su paso, enterrando además la cuestión principal.

La enésima de estas depresiones digitales la hemos tenido a propósito de unas palabras de Cristina Ibarrola (UPN), la ya exalcaldesa de Pamplona, tras decir que “nunca sería” regidora con los votos de Bildu y que preferiría “fregar escaleras”. Inmediatamente, un desbordamiento de furiosos indignados inundó las redes para afear el presunto clasismo de dichas afirmaciones.

Mi primera intención ante esta nueva polémica fue sumarme a la vorágine, pero preferí echarme a un lado, dejar pasar un tiempo y pensar un poco. Haciendo mía la maravillosa reflexión del gran humanista, filósofo, psicólogo y pedagogo español Joan Lluís Vives, “si no me engaño me parece buena la siguiente proporción: cinco partes de lectura, cuatro de meditación, tres de escritura, que la lima reducirá a dos, y de estas dos sacar sólo una a la luz pública” (De ratione dicendi, 1533). Aquí me tienen, pues; les dejo mi único grano de arena, exclusivamente personal.

Para empezar, yo limpié escaleras en mis primeros tiempos como marinero en la Armada. También fregué pasillos, desinfecté letrinas y baldeé cubiertas con mis compañeros al despuntar el alba, siguiendo la cadencia sonora del chifle del contramaestre. Hoy, cuarenta años y muchos ascensos después, trabajo en una Dirección General y mando personas. Tenemos una contrata y hay mujeres y hombres que diariamente se encargan de la limpieza de nuestras dependencias. Nada extraordinario, en cualquier caso.

Dicho lo anterior, mi yo actual nunca ha pensado que mi joven yo hiciera entonces una labor indigna. Desempeñaba una función absolutamente necesaria, como lo son todas a bordo de un buque, pero también era un trabajo duro, a menudo ingrato y, desde luego, peor pagado. Siendo sincero, por pura comodidad y no por una cuestión de dignidad, no me apetecería volver a ese trabajo, pero lo haría sin dudar por necesidades del servicio, para asegurar el sustento de mi familia o, desde luego, si la alternativa fuera realizar algo indigno o ilegal de lo que avergonzarme o con lo que avergonzar a los míos. Este es el quid de la cuestión que nos ocupa, y no otro.

Es más, quienes en su furibundo, apresurado y sincronizado desbordamiento aducen el clasismo en las declaraciones de Ibarrola olvidan que, de igual modo, sus madres y abuelas trabajaron fregando escaleras para sacar adelante a los suyos, en lugar de elegir otras opciones deshonrosas, ilícitas o vergonzantes.

Como escribí hace tiempo, muchos de nuestros mayores (hablo de la generación de quienes nacimos en los 60) no tuvieron una vida sencilla. Les tocó superar, entre otras cosas, una guerra y una posguerra terribles, un período lleno de tragedias y privaciones. Pese a ello, sacaron adelante a sus familias a base de trabajo duro y honrado, con coraje y sentido común. Y sin tantas alharacas.

Fueron ellos los primeros que no quisieron para sus hijos y nietos los mismos afanes que ellos sufrieron, pero no me cabe duda de que hubieran preferido fregar de nuevo escaleras y mantener bien alta la cabeza antes de comportarse de otra manera. Y oigan, no habríamos tenido ningún problema en escuchárselo decir, porque la dignidad no depende del trabajo que uno hace, sino de la forma en que lo hace y, sobre todo, de los valores que lo guían.

Ethos, Pathos, Logos

Las tres formas de la persuasión que Aristóteles introdujo en su tratado Ars Rhetorica (siglo IV a.C.) eran el ethos, el pathos y el logos.

El ethos se refiere a los elementos de persuasión basados en la credibilidad; el pathos abunda en los factores emocionales y psicológicos, y el logos trata sobre los patrones del razonamiento.

En los ámbitos de la política, la economía y la sociedad civil, ethos, pathos y logos conforman los cimientos sobre los que se construyen y sostienen las sociedades liberales.

Mi nuevo artículo en Sintetia pretende analizar brevemente como su ejercicio e interacción virtuosa pueden contribuir al bienestar y crecimiento:

Liberalismo Punk (V): la santísima trinidad de las sociedades liberales

Bienvenidos al viejo nuevo mundo

Vivimos en un mundo económicamente hiperconectado pero con una fragmentación geopolítica y tensiones internas en aumento. Y esta dualidad será el pan nuestro de cada día para gobiernos, empresas y ciudadanos.

Grandes protagonistas de esta realidad compleja son las multinacionales, responsables del 32% de los flujos mundiales de valor añadido y del 64% de las exportaciones. Cuando se trata de bienes intensivos en conocimiento, los menos sustituibles, la cifra aumenta hasta el 82%.

Esta configuración determina que los elementos de fricción locales (cada vez más numerosos) tengan efectos multiplicadores globales desde el punto de vista económico, energético, de defensa y estratégico. Riesgos que se suceden, superponen y realimentan.

El problema es que la mayoría de organizaciones no está preparada para gestionar un entorno de esta naturaleza. Y no puede ser que la primera vez que empecemos a abordar una cuestión sea cuando ya se ha convertido una crisis.

Aquí no hablamos de Cisnes Negros, sino de Rinocerontes Grises: riesgos con alta probabilidad de ocurrencia e impacto masivo si suceden, pero que no reconocemos como amenazas porque pasamos por alto su obviedad. No es que no veamos venir los problemas; los despreciamos. Y así nos va.

El Ocaso de los Dioses

Cuando analizo la realidad actual, muchas veces no puedo dejar de pensar en los gobernantes, pensadores y religiosos de la Alta Edad Media. Muchos de ellos, al igual que nosotros, debían de sentirse representantes avanzados de su mundo, cuando en la realidad se hallaban sumidos en un retroceso civilizatorio del que Occidente no se recuperaría en siglos. La agonía del imperio romano había tocado a su fin; sus instituciones desaparecieron o fueron sustituidas por nuevos modelos sociales y políticos, que maduraron a fuego lentísimo entre sucesivas guerras, hambrunas, plagas y migraciones. Ocurrió que cuando los ciudadanos del imperio y sus provincias empezaron a reconocer los síntomas de su caída, ya era demasiado tarde. Sólo les quedaba un sentimiento de caótica frustración e ira ante el despilfarro y el saqueo públicos, así como el triste reconocimiento de que durante los años de gloria y riqueza, en lugar de cuestionar a sus emperadores, se habían dedicado a glorificarlos.

Del mismo modo, estamos viviendo el ocaso de una era, pero nos resistimos a reconocerlo, parapetados en nuestros egoísmos y bienestares cotidianos, sustentados por estructuras políticas exhaustas, inertes, morosas. Una nueva extinción de dinosaurios con toda la certeza de la inevitabilidad, certeza que hemos podido palpar durante estos últimos años de desconcierto económico y avatares políticos. Somos conscientes de que los viejos modelos son insostenibles, pero no hemos sido capaces de plantearnos alternativas reformistas de verdadero calado, de naturaleza estratégica y que involucren a toda la sociedad. En lugar de remodelar comportamientos, estructuras y procesos, nos empeñamos en debates ideológicos estériles. Algunos incluso pretenden, aprovechando la confusión, regresar a soluciones aún más añejas y repetidamente fracasadas, generadoras ciertas de ruina y dolor.

Al final, solo acertamos a desarrollar enérgicas cosméticas de supervivencia a corto plazo pero ineficaces para el futuro. De esta forma, sólo conseguiremos aplazar lo inevitable un año, cinco, tal vez unas décadas... un suspiro condenatorio para nuestros hijos y nietos. Procrastinare, decían los romanos. Dejar aparcado lo abrumador, desafiante, inquietante, peligroso, difícil, tedioso o aburrido, posponiéndolo sine die hacia un futuro idealizado que nunca llegará. Supeditar lo importante a lo urgente, el atajo más seguro para llegar a ninguna parte. Por tanto, tenemos dos opciones. O reconstruimos de nuevo el ruinoso edificio común, o bien lo seguimos repintando. Desgraciadamente, es mucho más probable que ocurra esto último. Y ello significa que la ruina subsistirá bajo el encalado y que, de manera indefectible, acabará reclamando nuestra demolición.

Liberalismo e impuestos

Sin duda, los impuestos son una de las cuestiones más controvertidas en el debate político y económico, tanto por el efecto directo que tienen sobre nuestros bolsillos como por el uso que se hace de ellos. ¿Qué papel juegan en el liberalismo? ¿Son una forma de redistribuir la riqueza, de financiar los servicios públicos, de incentivar o desincentivar ciertas actividades, o de perpetuar el poder del Estado? En mi nueva entrada en Sintetia intentaré ofrecer una reflexión lo más desapasionada y centrada posible sobre el papel que deberían tener los impuestos desde una perspectiva estrictamente liberal.

Liberalismo punk: la cuestión de los impuestos

Ante el vértigo, conocimiento

La reacción de las sociedades ante las coyunturas complejas e inciertas surge siempre del miedo y de la ansiedad ante lo incomprensible.

Ante este vértigo paralizante, debemos rebeldes del conocimiento. Sobre ello trata mi nueva reflexión en Sintetia.

Leer artículo completo: Rebeldes del Conocimiento