Una conducta empresarial bastante habitual en estos tiempos es la de escoger un modelo de gestión, de organización o de mejora continua que esté de moda e implantarlo porque a los directivos, simplemente, les gusta.
Se hace porque les parece atractivo, proporciona apariencia de modernidad y otorga a quienes lo practican un halo de liderazgo guay, muy vendible. Mi experiencia al respecto es que
muchas veces se trata de un cambio cosmético
, que se queda en la superficie sin asimilar las enseñanzas del modelo. Como resultado, la mal renovada organización brilla un tiempo y enseguida declina y destiñe, como cualquier ropaje de mala calidad, hasta que las prácticas se abandonan. Se desperdician así unos preciosos recursos que hubieran podido dedicarse a tareas de verdadero valor, además de generar frustración en el personal y resistencia a futuros cambios.
Hace unos años tuve la ocasión de tratar breve e indirectamente con una empresa de tamaño medio, joven y dinámica, durante unas sesiones formativas. La curiosidad me llevó a observar su comportamiento organizativo mientras estaba con mis asuntos. Fijarse en los hábitos cotidianos de las personas, sea cual sea su estatus, y conversar francamente con quienes hacen que las pequeñas y grandes cosas sucedan, son dos hábitos muy recomendables para cualquier analista. Un viejo proverbio danés dice que
a quien teme preguntar, le avergüenza aprender
. No puedo estar más de acuerdo. Siempre habrá alguien de quien podamos aprender alguna cosa. Siempre.
En este caso, la anécdota surgió cuando uno de los directivos de aquella empresa presumió, en una conversión distendida ante unas cervezas, de que
en su compañía se practicaba el "empowerment"
(en España usamos el término
empoderamiento
); esto es, se fomentaba el desarrollo en los trabajadores de una confianza en sus propias capacidades. No quise ser descortés y afearle tal presunción delante de los presentes, y no tuve después ocasión de comentárselo en privado, lo que lamento.