Lo de Biden

Acabo de visionar de nuevo el primer debate presidencial entre Guatemalo y Guatepeor, quiero decir, entre Trump y Biden, un espectáculo bochornoso que desmerece todo lo que una gran democracia como la norteamericana debería ofrecer a sus ciudadanos. El debate ha sido un desastre sin paliativos para Biden; no hay crónica periodística (lean la de Pablo Suanzes) que no destaque la actitud laxa y balbuceante del candidato demócrata, disperso e incapaz de rebatir la interminable sarta de mentiras, morcillas sentenciosas y sandeces varias pronunciadas por un Trump mucho más enérgico, entero y mordaz. De hecho, Donaldo apenas tuvo que esforzarse: el presidente vino noqueado de casa.

Ahora todos hablan del pánico del Partido Demócrata ante la debilidad manifiesta de su candidato. Ahora todo es zozobra, cuando ya desde hace meses resultaba evidente el declive físico y cognitivo de un hombre que, antes que nada, merece descanso, respeto y un retiro digno, algo a lo que parece haberse negado, ya sea por voluntad propia o interpuesta. Y es precisamente en este punto donde quiero detenerme.

No es la primera vez que vemos un líder desvariar por diversos motivos (autoritarismo, incompetencia, declive físico o cognitivo…) sin que toda su corte de acompañantes reconduzca la situación. Es más, suele ocurrir lo opuesto: esa corte lo aleja cada vez más de la cruda realidad, protegiéndolo de toda crítica o posibilidad de autorreconocimiento, realimentando así su desatino.

Este fenómeno, lejos de ser una rareza, parece casi un componente estructural de muchos sistemas de poder. La dinámica de la adulación y la servidumbre voluntaria se instala de tal manera que cualquier voz disidente es rápidamente silenciada, no sólo por el líder mismo, sino por quienes lo rodean y se benefician de su permanencia en el poder. En estas circunstancias, la distorsión de la realidad y la creación de narrativas alternativas permiten mantener una ilusión de control y competencia, aun cuando los hechos demuestran lo contrario, como está ocurriendo con Biden. Incluso después de la debacle del jueves, el núcleo duro del corifeo presidencial sigue negando la mayor. Obama incluido.

Este síndrome de torre de cristal es una aflicción tan antigua como las mismas civilizaciones. Perdido en un intrincado laberinto de espejos, el líder, atrapado en su propia imagen, pierde el contacto con la realidad y queda confinado en un palacio de ilusiones. Es un mal que no discrimina; ha afectado por igual a emperadores y presidentes, a directivos y a líderes sociales o religiosos. Las consecuencias son devastadoras. La falta de autocrítica y la incapacidad para reconocer errores impiden cualquier tipo de mejora o corrección de rumbo. Los fallos se acumulan y se perpetúan, llevando a sociedades o organizaciones enteras hacia crisis perfectamente evitables.

La responsabilidad, por supuesto, no sólo recae en el líder. Los consejeros y acólitos se convierten en cómplices necesarios del desvarío, por miedo, conveniencia o ignorancia; su supervivencia depende de la perpetuación de la burbuja. La verdad, sin embargo, es obstinada. Aunque se intente ocultar, distorsionar o negar, siempre encuentra una grieta por donde filtrarse. Pero para el líder, esa verdad es un espectro lejano, una sombra que merodea en los márgenes de su conciencia, incapaz de penetrar la coraza de complacencia y autoengaño que se ha construido a su alrededor.

Desgraciadamente, muy pocos tienen un Gandalf para romper ese hechizo maligno y hacerles regresar a la cordura.