Limpiar escaleras
Las redes sociales, cuando se trata de enterrar la verdad en el barro de la confusión, son como una de esas DANAS que regularmente afectan a España: arrancan con masas opuestas de ciudadanos chocando por alguna cuestión anecdótica alrededor de un tema clave, dando lugar a violentas tormentas y riadas que se llevan por delante cualquier atisbo de debate sensato a su paso, enterrando además la cuestión principal.
La enésima de estas depresiones digitales la hemos tenido a propósito de unas palabras de Cristina Ibarrola (UPN), la ya exalcaldesa de Pamplona, tras decir que “nunca sería” regidora con los votos de Bildu y que preferiría “fregar escaleras”. Inmediatamente, un desbordamiento de furiosos indignados inundó las redes para afear el presunto clasismo de dichas afirmaciones.
Mi primera intención ante esta nueva polémica fue sumarme a la vorágine, pero preferí echarme a un lado, dejar pasar un tiempo y pensar un poco. Haciendo mía la maravillosa reflexión del gran humanista, filósofo, psicólogo y pedagogo español Joan Lluís Vives, “si no me engaño me parece buena la siguiente proporción: cinco partes de lectura, cuatro de meditación, tres de escritura, que la lima reducirá a dos, y de estas dos sacar sólo una a la luz pública” (De ratione dicendi, 1533). Aquí me tienen, pues; les dejo mi único grano de arena, exclusivamente personal.
Para empezar, yo limpié escaleras en mis primeros tiempos como marinero en la Armada. También fregué pasillos, desinfecté letrinas y baldeé cubiertas con mis compañeros al despuntar el alba, siguiendo la cadencia sonora del chifle del contramaestre. Hoy, cuarenta años y muchos ascensos después, trabajo en una Dirección General y mando personas. Tenemos una contrata y hay mujeres y hombres que diariamente se encargan de la limpieza de nuestras dependencias. Nada extraordinario, en cualquier caso.
Dicho lo anterior, mi yo actual nunca ha pensado que mi joven yo hiciera entonces una labor indigna. Desempeñaba una función absolutamente necesaria, como lo son todas a bordo de un buque, pero también era un trabajo duro, a menudo ingrato y, desde luego, peor pagado. Siendo sincero, por pura comodidad y no por una cuestión de dignidad, no me apetecería volver a ese trabajo, pero lo haría sin dudar por necesidades del servicio, para asegurar el sustento de mi familia o, desde luego, si la alternativa fuera realizar algo indigno o ilegal de lo que avergonzarme o con lo que avergonzar a los míos. Este es el quid de la cuestión que nos ocupa, y no otro.
Es más, quienes en su furibundo, apresurado y sincronizado desbordamiento aducen el clasismo en las declaraciones de Ibarrola olvidan que, de igual modo, sus madres y abuelas trabajaron fregando escaleras para sacar adelante a los suyos, en lugar de elegir otras opciones deshonrosas, ilícitas o vergonzantes.
Como escribí hace tiempo, muchos de nuestros mayores (hablo de la generación de quienes nacimos en los 60) no tuvieron una vida sencilla. Les tocó superar, entre otras cosas, una guerra y una posguerra terribles, un período lleno de tragedias y privaciones. Pese a ello, sacaron adelante a sus familias a base de trabajo duro y honrado, con coraje y sentido común. Y sin tantas alharacas.
Fueron ellos los primeros que no quisieron para sus hijos y nietos los mismos afanes que ellos sufrieron, pero no me cabe duda de que hubieran preferido fregar de nuevo escaleras y mantener bien alta la cabeza antes de comportarse de otra manera. Y oigan, no habríamos tenido ningún problema en escuchárselo decir, porque la dignidad no depende del trabajo que uno hace, sino de la forma en que lo hace y, sobre todo, de los valores que lo guían.