La insoportable levedad del lenguaje económico en la política
Las implicaciones cuánticas del lenguaje político, especialmente cuando se adentra en el territorio económico, son innegables: la concreción desaparece, las órbitas de la veracidad se convierten en nubes borrosas e indefinidas, y una cosa y su contraria resultan posibles.
Hemos escuchado a infinidad de políticos lanzar promesas basadas en humo, hacer números imposibles, insitir en su compromiso de "lucha" contra ese gigante llamado crisis (como si fuere algo ajeno de lo que no formaran parte) y repetir hasta la saciedad que todos (o algunos) deben "afrontar sacrificios" para derrotarlo. Desde luego, muchos ciudadanos hubieran preferido oír algo así como "esto y lo otro es lo que vamos a hacer y nos va a costar tanto en tiempo y dinero y requerirá tales y cuales sacrificios por parte de fulano y zutano...".
Más duro ha sido comprobar que lo que "no estaba en la agenda" se ha anotado en ella apresuradamente y perpetrado sin dilación. Lo que "en absoluto podía ser" ahora no sólo ha resultado posible sino necesario y recomendable. Lo antaño denostado ahora es virtuoso, y se nos vende como algo bueno para el porvenir. Sí pero no pero todo lo contrario.
Nunca tanto como en estos tiempos han sido los políticos narradores y hacedores del devenir económico. Son como ese "autor", muy cuántico, al que se refería mi colega Fernando Castelló en un magnífico artículo suyo titulado "Si Gaarder fuese economista":
"Desarrollamos erráticos comportamientos (demanda, producción, ahorro, inversión), a partir de los estímulos que ese autor narra por nosotros, como personajes de esa gran obra que está escribiendo".
En el caso que nos ocupa, se trata de una obra bastante pobre, repleta de errores e intereses que trascienden con creces el tantas veces aducido bien común. En un contexto donde la información sobre el dinero es más valiosa que el dinero en sí, en el que dicha información viaja además en tiempo real y se amplifica en la cacofonía de las redes sociales, el poder conformador o destructor del lenguaje es enorme. Ello exige de nuestros dirigentes sencillez y concreción en sus manifestaciones. Cuestiones concretas planteando resultados concretos y contrastables, no cuánticos.
En un ensayo antológico ("Politics and The English Language"), George Orwell reflexionaba sobre el mal uso de la lengua inglesa:
"La dejadez de nuestro lenguaje contribuye fácilmente a que tengamos pensamientos estúpidos".
Todo ello es perfectamente aplicable a nuestro maltratado lenguaje económico. Y añado yo: cuando dichos pensamientos corresponden a quenes pretenden gobernar nuestro país, los ciudadanos corren un serio peligro.