Canela, yo, regaderas de colores y flores de Puno
(Texto revisado y rescatado de la eliminación alevosa que en su día efectuó el diario"El País" de todos los blogs de su Comunidad, incluido el mío. Demos gracias a una oportunísima copia de seguridad).
Una de las cosas que más me gusta hacer los domingos es madrugar.
Levantarme cuando todos duermen, disfrutar del silencio de la casa con una taza de café y navegar por la red, leyendo de forma aleatoria, dejándome sorprender. También resulta un momento excelente para escribir o empezar a esbozar proyectos. La mente fresca, recién soñada, tiene esa tersura de las cosas descansadas y permite que las ideas fluyan sin esfuerzo ni cortapisas. Después, sobre las 09:30, llega Canela reclamando su paseo. Puede ser una caminata a paso ligero, una carrera o un vagabundeo, pero para mi perra es el mejor momento del día. Sabe que las mañanas dominicales son sus mañanas, y así me lo recuerda. Insistentemente, hasta que abandono el escritorio.
Hace ya casi dos años, antes de viajar a los Estados Unidos, andábamos zascandileando por el campo entre matojos y senderos, cuando nos cruzamos con un caminante solitario que subía la pendiente a paso vivo.
Era un tipo chiquito, de piel morena y curtida, con porte de indio andino. En condiciones normales no le hubiera prestado atención, pero aquel hombre acarreaba dos regaderas de latón. Una roja, de tamaño mediano, muy abollada, y otra verde más nueva y pequeña. Se me hacía raro verlo allí, en medio del campo, tan diminuto, tan apurado y reconcentrado, con esas dos regaderas de colores a cuestas. Como quien no quiere la cosa, decidimos seguirlo a distancia. No sé si les he comentado que Canela y yo somos dos curiosos impenitentes.
Anduvimos más o menos en paralelo durante unos diez minutos, hasta que se detuvo en medio de un grupo de arbustos y plantas, al abrigo de unas rocas solitarias. Entonces depositó las regaderas en el suelo, se agachó y empezó a canturrear mientras acariciaba tallos, desbrozaba malas hierbas y regaba aquel rincón campestre que al parecer era tan suyo.
No pude resistirme y me acerqué. El hombre se levantó con toda naturalidad, dándome los buenos días y sonriéndome con una dentadura descompuesta. Tenía un fuerte acento sudamericano, difícil de entender, porque además hablaba muy bajito. Le pregunté por aquel ritual. Me dijo que se llamaba Uriel (eso creo) y que era peruano, natural de Puno.
"Estas son plantas puquinas, de mi tierra. Yo las cuido". Me nombró algunas, pero no las recuerdo.
"¿Y las regaderas?", inquirí, curioso.
"Una tiene sólo agua y la otra un preparado con cositas que les pongo para que estén hermosas y fuertes".
Uriel me contó que llegó a Madrid con sus hijos hacía más de diez años, en pleno auge de la construcción. Ahora llevaba casi tres en paro, pero no se quejaba: su hija y su yerno tenían un trabajo estable y con eso salían adelante. Él, de vez en cuando, hacía chapuzas que completaban el presupuesto familiar.
"Mis hijos y nietos son españoles, ¿sabe?", me comentó, orgulloso pero con cierto tono melancólico.
"Entonces ¿no quiere regresar al Perú?"
"Todavía no he vuelto allá, señor. Lo añoro, pero no había futuro, sólo hambre".
Luego añadió, mientras arrancaba hojas secas de uno de los arbustos:
"Ustedes, que ahora hablan tanto de crisis, no saben lo que es la pobreza. Tenían que conocer mi aldea. Además, uno tiene su patria donde florece su familia. Mire las plantas. Son un poco como yo: no son de acá, pero no conocen lugar mejor".
Me contó también que, en su Puno natal, se dedicaba a recoger y vender hierbas y flores medicinales en los mercados.
"Allí tenemos de todo. Hojas, tallos y pétalos para corregir la sangre, para el dolor de estómago, para el cambio de vida de las mujeres, para los nervios, los sustos, las muelas, el mal aire... Hay varias parecidas por aquí".
Me señaló algunas y me habló de sus propiedades, con un murmullo que a veces se me hacía incomprensible. Canela lo olisqueaba de vez en cuando, meneando el rabo en busca de atención. El tiempo nos pasó volando. Había que regresar a casa para preparar el desayuno de mis chicas. Lo dejé con sus afanes y una sensación de paz y maravilla.
Si hay algo que siempre, siempre me sorprende, es la gente. Como decía Carl Sagan, en algún sitio algo increíble espera ser descubierto. Y no hay nada tan increíble y rico como el ser humano. No encontraremos tanta diversidad ni en cien mil millones de galaxias.
Desde entonces, pienso muy a menudo en Uriel y en su actitud ante la vida, y más ahora que vivo fuera de mi tierra (aunque en condiciones incomparablemente mejores). En lo mucho que nos miramos el ombligo y en lo demasiado poco que valoramos lo que tenemos.
También me digo que todos deberíamos llevar nuestras propias regaderas de colores, para así hacer florecer. día tras día, pequeños paraísos. Porque una suma de paraísos modestos, alcanzables y compartidos constituyen el mejor futuro posible para todos.