El Ocaso de los Dioses

Cuando analizo la realidad actual, muchas veces no puedo dejar de pensar en los gobernantes, pensadores y religiosos de la Alta Edad Media. Muchos de ellos, al igual que nosotros, debían de sentirse representantes avanzados de su mundo, cuando en la realidad se hallaban sumidos en un retroceso civilizatorio del que Occidente no se recuperaría en siglos. La agonía del imperio romano había tocado a su fin; sus instituciones desaparecieron o fueron sustituidas por nuevos modelos sociales y políticos, que maduraron a fuego lentísimo entre sucesivas guerras, hambrunas, plagas y migraciones. Ocurrió que cuando los ciudadanos del imperio y sus provincias empezaron a reconocer los síntomas de su caída, ya era demasiado tarde. Sólo les quedaba un sentimiento de caótica frustración e ira ante el despilfarro y el saqueo públicos, así como el triste reconocimiento de que durante los años de gloria y riqueza, en lugar de cuestionar a sus emperadores, se habían dedicado a glorificarlos.

Del mismo modo, estamos viviendo el ocaso de una era, pero nos resistimos a reconocerlo, parapetados en nuestros egoísmos y bienestares cotidianos, sustentados por estructuras políticas exhaustas, inertes, morosas. Una nueva extinción de dinosaurios con toda la certeza de la inevitabilidad, certeza que hemos podido palpar durante estos últimos años de desconcierto económico y avatares políticos. Somos conscientes de que los viejos modelos son insostenibles, pero no hemos sido capaces de plantearnos alternativas reformistas de verdadero calado, de naturaleza estratégica y que involucren a toda la sociedad. En lugar de remodelar comportamientos, estructuras y procesos, nos empeñamos en debates ideológicos estériles. Algunos incluso pretenden, aprovechando la confusión, regresar a soluciones aún más añejas y repetidamente fracasadas, generadoras ciertas de ruina y dolor.

Al final, solo acertamos a desarrollar enérgicas cosméticas de supervivencia a corto plazo pero ineficaces para el futuro. De esta forma, sólo conseguiremos aplazar lo inevitable un año, cinco, tal vez unas décadas... un suspiro condenatorio para nuestros hijos y nietos. Procrastinare, decían los romanos. Dejar aparcado lo abrumador, desafiante, inquietante, peligroso, difícil, tedioso o aburrido, posponiéndolo sine die hacia un futuro idealizado que nunca llegará. Supeditar lo importante a lo urgente, el atajo más seguro para llegar a ninguna parte. Por tanto, tenemos dos opciones. O reconstruimos de nuevo el ruinoso edificio común, o bien lo seguimos repintando. Desgraciadamente, es mucho más probable que ocurra esto último. Y ello significa que la ruina subsistirá bajo el encalado y que, de manera indefectible, acabará reclamando nuestra demolición.

Nunca la mar en calma ha hecho buenos marineros

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Decía Kant: “se mide la inteligencia del individuo por la cantidad de incertidumbre que es capaz de soportar". Gestionarla requiere actitud positiva ante lo inesperado, flexibilidad y agilidad mental, apertura de miras y disposición permanente a aprender. Mucho más durante estos tiempos, en los que #COVID19 ha precipitado y acentuado la dinámica de complejidad, cambio acelerado e incertidumbre de los últimos años, imponiendo realidades que pueden modificar las reglas del juego político, social y económico. Reflexiono sobre todo ello en mi última (y marinera) colaboración con Sintetia.

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"Nueva normalidad": lenguaje, percepciones, hábitos, tendencias y riesgos

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Siguiendo con las reflexiones que inicié en El Blog Salmón sobre la realidad geoeconómica derivada de la gran pandemia de coronavirus, primero en China y después desde una persectiva global, en mi último artículo analizao el concepto tan manido y peligroso como el de "nueva normalidad" y algunas tendencias de futuro.

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Big Trouble in Little Britain?

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El viernes a las 11:00 PM (hora de Londres, medianoche en Bruselas), el Reino Unido dejó de pertenecer a la Unión Europea, de la que formaba parte (a su peculiar manera) desde 1973. La salida se produce tres años, siete meses y una semana después de un referéndum en el que un 51,9% de británicos apoyó la opción del Brexit, tras un proceso trufado de rancio nacionalismo, abundante demagogia, falacias a todo ritmo y un sinfín de torpezas políticas, sin olvidar tampoco la ceguera, autocomplacencia y carencia de autocrítica de las instituciones comunitarias. En este sentido, no puedo sino compartir punto por punto el sentimiento expresado por Juan Claudio de Ramón: me cuesta mucho asimilar que el Brexit se hizo con mentiras, y eso me acaba casi importando más que otras consideraciones geopolíticas o socioeconómicas.

Todo lo dicho fue más patente todavía al escuchar el discurso de salida (pregrabado) de Boris Johnson, un revival a lo Churchill, que venía a emular los tiempos gloriosos de unidad y resistencia británica durante la Segunda Guerra Mundial. Fue como estar ante una especie de “Keep Calm and Carry On” del siglo XXI. El problema es que Boris no es siquiera la sombra de Winston (ni de Tatcher), que la sociedad británica afronta completamente dividida el futuro, que el enemigo externo a batir es un constructo mayormente ficiticio y que las maravillas que se anuncian resultan todavía especulaciones inciertas de una nación que, como las otras viejas naciones europeas, ya no es tan grande ni puede competir en el teatro geopolítico con añosas hechuras imperiales.

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¿Un nuevo comienzo?

Por otra parte, es comprensible que tras estos meses turbulentos sea difícil resistirse a la sensación de estar recomenzando, de liberarse de ese invisible yugo burocrático que tanto parecía maniatar al pueblo inglés y le impedía retornar a pasadas grandezas. La luz es ahora más clara, el aire más ligero, cualquier cosa es posible, todo está por venir, aunque sea la cruda realidad. De peores cosas hemos salido, apuntan los políticos brexiters, con la irresponsable displicencia que otorga el saber que, con toda probabilidad, nunca van a ser los paganos de sus decisiones. Por ello, la tentación de diverger con la Unión Europea es muy grande, y diverger es precisamente lo que pretende Johnson en estos próximos meses de negociación. Porque, queridos lectores, el Brexit no ha hecho más que empezar.

Recordemos que el 1 de febrero se inició el llamado periodo transitorio, que finaliza el 31 de diciembre de este mismo año. El Reino Unido podría solicitar una prórroga antes del 1 de julio, pero el premier británico no está por la labor. Pedir la prórroga más tarde de esa fecha requeriría una reforma del Acuerdo de Retirada o un nuevo acuerdo, lo que se considera prácticamente inviable. El problema es que el marco legal de relación futura que se pretende acordar en este lapso brevísimo de tiempo es, sencillamente, una pesadilla política.

El “mínimo vital”

La Declaración Política Revisada que acompaña al Acuerdo de Salida ha supuesto un cambio en la filosofía de la futura relación entre Reino Unido y la UE, alejándose de la estrecha relación que pretendía el gobierno de May y definiendo un nuevo marco basado en un acuerdo de libre comercio que permita la mencionada divergencia regulatoria entre ambos actores.

Dada la envergadura de la tarea negociadora y el exiguo calendario, Michel Barnier, jefe de la Task Force de la UE, ha propuesto centrarse en aquellos asuntos que no requieran la ratificación por parte de los Parlamentos nacionales, sugiriendo un “mínimo vital” compuesto por los siguientes elementos:

  • Un Acuerdo de Libre Comercio (FTA): centrado en bienes, incluyendo los productos agrícolas, y vinculado a un acuerdo de pesca (“imperativo”, según Barnier). El acuerdo incluiría disposiciones “sólidas” en materia de igualdad de condiciones (Level Playing Field, LPF).

  • Un Acuerdo en materia de seguridad interior

  • Un Acuerdo en materia de seguridad exterior

  • Disposiciones en materia de gobernanza.

Ahí es nada. En apenas 11 meses.

Por su parte, las estrategias negociadoras de la UE y del Reino Unido difieren notablemente, y vienen distorsionadas por el factor tiempo, como explicaba en un reciente hilo de Twitter, que finalmente ha dado lugar a esta entrada:

Con respecto a Gibraltar, Barnier asegura que se excluirá del mandato negociador, aunque el gobierno del Peñón ya se ha apresurado a arriar la bandera de la Unión y a izar la de la Commonwealth. Toda una declaración de intenciones.

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Tal combinación de complejidad y premura abre importantes interrogantes:

  1. ¿Seremos capaces de llegar a un acuerdo en menos de 11 meses?

  2. ¿Mantendrán los países de la UE la cohesión necesaria durante este período negociador?

  3. ¿Tenemos realmente asumida la posibilidad de un no deal en temas clave?

Sobre las tres cuestiones anteriores tengo muchas dudas, pero con respecto al Reino Unido, estoy convencido de que va a resultar un negociador incisivo, correoso, marrullero y desesperante para la burocracia comunitaria, y que someterá a dura prueba la consistencia de la Unión. No en vano, llevan décadas zascandileando en ella y siglos enteros enredando en el panorama geopolítico global, en incansable defensa de sus intereses. Los británicos son un pueblo admirable, orgulloso, tenaz y resistente, capaces tanto de grandes sacrificios y generosidades como de notables y persistentes atropellos. Más o menos, como cualquier antiguo imperio que se precie. No esperen otra cosa de ellos.

Por otra parte, tampoco debemos olvidar lo que comentaba hace unos días Enrique Feás al respecto a la posición de la Unión:

Los británicos no se dan cuenta de que, cuanto más integrado está un país en la estructura productiva europea (como el Reino Unido), más cuidadosa tiene que ser la UE con el “Level Playing Field”, porque más daño les puede hacer la competencia desleal. Canadá está a 5.000 km, ellos a 300.

En definitiva, las espadas están en todo lo alto.

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un futuro incierto

La realidad nos dice que, pese a las declaraciones de Johnson, las insufribles celebraciones de personajes como Farage y las continuas promesas de paraíso terrenal que ofrecen las portadas del Telegraph (autoproclamado “salvador del Brexit”), nos hallamos en un limbo de incertidumbres y de palabrería voluntariosa. Precisamente, una de las mayores incógnitas actuales es la propia capacidad del gobierno británico para gestionar todo el proceso con garantías, más allá de las alharacas mediáticas. Por no hablar de las renovadas tensiones nacionalistas en Escocia e Irlanda del Norte.

Como bien apunta The Economist, el análisis gubernamental de impacto económico del Brexit estimó la reducción a largo plazo del PIB per capita en el caso de una relación “cercana” con la UE (como la de Noruega) en alrededor del 1.4%, frente una pérdida del 4.9% en el supuesto de una relación más “distante”. La diferencia representa el coste de la divergencia regulatoria, con impacto directo en la vida de los ciudadanos británicos. Dicha divergencia ofrece también notables oportunidades, pero nada se ha materializado aún, salvo la mera constancia del divorcio.

Cierto es que de todo se acaba saliendo, pero aún está por ver si el Brexit supondrá para Gran Bretaña ese prometido retorno a antiguos esplendores o, por el contrario, la convertirá en un país más frágil y empequeñecido dentro del panorama global, una Little Britain sumida en un Enorme Problema por culpa de unos políticos que mintieron a su pueblo y no supieron estar a la altura de su historia.

Ensayo y error

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Hace tiempo publiqué una entrada dedicada a la incapacidad de las diferentes teorías económicas para resolver los problemas actuales. Escribía entonces que es necesario desechar viejas fórmulas y pensar diferente. Las teorías económicas "que funcionaban", tal y como las conocemos, han muerto. El período económico que conocemos viene a ser como la era de los dinosaurios: falta saber si la extinción será lenta o llegará por un cataclismo.

Quizás deberíamos aparcar por un momento las pretensiones macroeconómicas y bajar al terreno de soluciones menos ambiciosas pero factibles en el ámbito educativo, laboral, empresarial y normativo. Buscar pequeños efectos que actúen como catalizadores positivos y generen experiencias a imitar. Las acciones modestas pero persistentes dan resultados en el corto plazo y promueven nuevas acciones. Son, además, relativamente sencillas de ajustar y corregir.

En este sentido, una aproximación del tipo ensayo y error puede ser mucho más efectiva que las grandilocuencias a las que nos tienen acostumbrados los políticos de turno. No en vano es la manera en que la raza humana ha ido evolucionando durante siglos. Como dijo Ralph Nader , "tu mejor maestro es tu último error". A este respecto, les recomiendo encarecidamente escuchar este breve y magnífica charla sobre la cuestión que les acabo de plantear: "Ensayo, error y el complejo de Dios" Ah, y por favor: no se rindan, nunca.

Sistema de pensiones y futuro: por qué ahorrar para la jubilación es imprescindible

En 2030, España será el cuarto país del mundo con mayor edad media: 50,1 años frente a 33,1 a nivel global. El 25,6% de la población española superará los 65 años. En el camino, además, perderemos población, aumentará la tasa de dependencia y el gasto en pensiones puede hacer inviable al actual sistema, de no adoptarse sustanciales reformas.

Piensen ustedes en este dato a la hora de intentar comprender cómo afectará al sistema de pensiones. En 30 años puede que acabe habiendo más jubilados que trabajadores. En mi nuevo artículo de Domestica Tu Economía reflexiono sobre esta relevante cuestión, destacando el papel que el ahorro tiene para nuestro futuro.

Leer el artículo completo.

Finanzas y Futuro

Tenemos una tendencia natural a pensar que las cosas cambian muy poco a pesar de nuestro amplio conocimiento del pasado. No obstante, si reflexionamos más serenamente, nos daremos cuenta que aquellos recursos físicos, económicos y psicológicos, deseos, metas, pensamientos, y circunstancias de nuestra juventud poco, o muy poco, tienen que ver con sus equivalentes actuales.

Este es el tema de mi nuevo post sobre finanzas personales en Domestica tu Economía: