A vueltas de nuevo con la curva ABC de la corrupción y la transparencia radical
Visto el mal fario que parece estar sufriendo últimamente el partido del Gobierno, casi podríamos haberlo augurado: fue escuchar el pasado domingo al presidente Rajoy referirse como "algunas pocas cosas" a los casos de corrupción, y acto seguido empezar el lunes con 51 detenidos y un fraude estimado de 250 millones en ayuntamientos y comunidades autónomas. Si a todo esto sumamos las semanas que llevamos desgranando los penosos detalles del despilfarro de las "tarjetas black" de Caja Madrid, así como la consabida ristra de casos abiertos, obtenemos una tormenta perfecta de hartura ciudadana.
Les diré una cosa: estoy de acuerdo con nuestro presidente del gobierno. No creo, ni mucho menos, que todos los políticos sean corruptos; ni los del Partido Popular ni los de otras formaciones. Sí opino, por el contrario, que muchos ciudadanos, si no la mayoría, lo piensan. La realidad aparente no proporciona argumentos para desmentirles, como tampoco lo hace la respuesta tibia y deslavazada de instituciones, organizaciones y dirigentes ante los comportamientos inaceptables de tantos individuos que se dicen dedicados al servicio público.
Tales carencias demuestran una incomprensión palmaria de como funciona la consciencia colectiva en un mundo globalizado e hiperconectado como el actual. Se olvida que tan importante como la existencia o no de corrupción (un hecho que acompaña al ser humano desde tiempos inmemoriales), lo es la percepción ciudadana sobre la misma. Y esa percepción, a mi entender, funciona como una curva de costes ABC cualquiera.
Lo he explicado otras veces: el análisis ABC, derivado del Principio de Pareto, es un método de clasificación utilizado en muchas áreas de gestión. Permite identificar y categorizar aquellos elementos que tienen un impacto relevante en un valor global (costes, inventarios, ventas, resultados, etc.), permitiendo establecer niveles y estrategias de control específicas para cada uno de ellos. Por ejemplo, al analizar un inventario se detecta, por ejemplo, que el 20% de los artículos representan el 80% del valor total del stock. El 80% de los artículos restantes, por el contrario, suponen sólo el 20% de ese valor. Tiene todo el sentido, por tanto, centrar los esfuerzos de control en esa minoría de elementos que aglutinan gran parte del valor.
Lo mismo ocurre con la percepción de la corrupción. Estoy convencido que la mayoría de los políticos, más del 80%, son personas honradas a carta cabal pero con impacto muy reducido en la valoración ciudadana sobre la honestidad de nuestros servidores públicos. Aquí están desde los militantes de base hasta los cargos intermedios o directivos de pequeñas entidades que hacen su trabajo diario con profesionalidad, decencia y dedicación. Cualquier caso de corrupción en estas esferas resulta poco notorio, tiene escasa repercusión externa y es normalmente resuelto por la propia organización (salvo que ésta sea totalmente corrupta).
Por consiguiente, bastante menos del 20% del sistema político aglutina la mayor parte de la percepción sobre corrupción. Nos hallamos ya en el nivel dirigente, en el que se adoptan las decisiones políticas de envergadura y se gestionan grandes recursos económicos. Cualquier incidencia en esta minoría de élite impacta de forma decisiva en la opinión pública. Lo hace, además de forma casi instantánea, amplificada y distorsionada geométricamente por los medios de comunicación y las redes sociales, a menudo de forma interesada y espuria.
Afirmar delante de los ciudadanos que los casos de corrupción son "unos pocos" (aunque cuantitativamente sea cierto), o que la percepción de corrupción actual no tiene un impacto significativo en nuestra economía o marca país, resulta aventurado y poco prudente, por mucha serenidad y aplomo que demostremos cara al público.
No hay manera de sustraerse a este escrutinio intensivo y global; lo que debemos hacer es gestionarlo adecuadamente. Y eso sólo se consigue, a estas alturas, cuando el peor daño ya está hecho, mediante un ejercicio de transparencia, rendición de cuentas y asunción de responsabilidades por parte de nuestros líderes políticos, sociales y económicos como no se ha visto nunca en nuestro país, manifestada más en hechos rotundos y constatables que en la promulgación de normas y más normas y decálogos y códigos de conducta. Como muy bien expresa Simón González de la Riba en un reciente artículo de Sintetia:
Y añade el autor:
Nos referimos, por tanto, a una transparencia radical de personas e instituciones en su actividad pública, con lo que conlleva de sometimiento al análisis de cientos de miles de españoles, muchos de ellos expertos en su área de actividad: economistas, contables, administrativos, empresarios, juristas, investigadores, sociólogos, etc. Españoles que tienen mucho que decir y todavía mucho más que aportar al bien común, no sólo sus rentas. Todo ello no está reñido con la necesaria protección de la privacidad y de la información sensible o estratégica para la nación. Como siempre, en el equilibrio encontraremos la virtud.
La transparencia, como he apuntado, debe venir acompañada por una ejemplaridad contundente, sin matices, alejada de zonas grises y de consideraciones de leguleyos. Porque antes de cualquier imputación o trámite judicial está siempre la responsabilidad personal y la ética del correcto proceder. Todos podemos equivocarnos, todos, pero la mera conciencia de haber sido negligentes en nuestro deber ante el ciudadano o de no haber actuado conforme a un estándar de irreprochabilidad pública, debería bastarnos para reconsiderar el mantenimiento de cualquier cargo de naturaleza política. Un precepto que debería extenderse también a los medios de comunicación y a la actividad empresarial.
Los ciudadanos, esa gran masa personas que sufrimos impuestos y demás restricciones, tenemos el derecho, no sólo de votar, sino de auditar el proceder público y de contribuir a mejorarlo honestamente con nuestra propia experiencia y conocimientos.
No estamos hablando de ideología, sino de justicia y equidad en el gran pacto social que configura nuestro Estado. Estamos hablando del único camino viable para nuestro futuro.